jueves, 30 de junio de 2011

Todavía hay mucho que contar, doctor

Me dice usted, doctor, que es imprescindible que, aparte de contarle mis sueños, también le hable de mí y de mis circunstancias en mi trabajo para que pueda usted elaborar los oportunos análisis y de ese modo llegar a acertadas conclusiones, y sinceramente creo que ya lo estoy haciendo a pesar de que a usted no le parezca suficiente.
Es cierto que es mucho lo que aún me queda por contar, y puede estar seguro, doctor, de que lo seguiré haciendo, porque aparte de que sé que es necesario para el buen fin de su labor conmigo, la verdad es que también a mí me viene muy bien verbalizar mis frustraciones, pero tiene que comprender, doctor, que en mi trabajo hay cosas que deben mantenerse en el limbo de los justos y que todo no voy a poder contárselo.
Ya sé, doctor, que usted supone que treinta años en un grupo de investigación policial dan para mantener demasiadas cosas en ese limbo de los justos del que le hablo, y que sin esa información quizá no pueda usted llegar a las conclusiones más acertadas para ayudarme, pero tiene que entenderme… Además usted sabe muy bien que sólo se sale del primer círculo de Dante tras la redención, y hasta el momento, doctor, ni ha habido huerto de los olivos ni ha habido cáliz ni tampoco ha habido Gólgota.
De todos modos, doctor, yo creo que tenemos que darle tiempo al tiempo porque, sin necesidad de tener que llegar al limbo, es todavía mucho lo que me queda por contar y estoy convencido de que será de gran utilidad para usted y, por ende, también para mí.

miércoles, 29 de junio de 2011

No se bajaban del burro, doctor

He vuelto a tener un sueño muy extraño, doctor, en el que se entremezclaban mil sinsentidos que no soy capaz de comprender. Ahora le cuento por si usted pudiera descifrar algo de todo esto.

Yo, doctor, era un burro aparejado a un mayal de olivo que, conducido por la guiadera y caminando por el interminable y profundo andel, daba vueltas y más vueltas alrededor de un recio arbolete para subir un sinfín de incansables cangilones llenos de agua que no sé quién demonios se bebía. Pero lo que más me dolía, doctor, no era quién o quiénes se bebían ese agua que yo sacaba del pozo, sino los trallazos que cada poco me propinaban cuatro personajes, a cual más inaudito, que se repartían cubriendo los cuatro cuartos de la eterna circunferencia de mi existencia. Los personajes en cuestión eran Merlín, Homer Simpson, Josemi y Roldán, de alguno de los cuales, doctor, creo que ya le he hablado en otras ocasiones.

Y así me he pasado una buena parte de la noche, doctor, dando vueltas y vueltas a la noria entre voces y trallazos de tan insignes individuos, y, a pesar de todo, yo rebuznando con aquiescencia, igual que lo hacía el asno de Zarathustra ante los zalameros halagos del más feo de los hombres… Pero finalmente, y harto ya de tanta leña, rebuzné levemente -ahora  diciendo no-, y fue entonces cuando los cuatro personajes se reunieron en indigno contubernio decidiendo, tralla en mano, subirse encima de mí, sentados como monigotes desde el pescuezo a la grupa, y estúpidamente convencidos de que de ese modo el burro -o sea, yo- sacaría todavía más agua del pozo. Y los cuatro en cuestión no quisieron ya bajarse de mis doloridos lomos, doctor, no quisieron bajarse del burro, hasta que por fin, muy, muy cansado, acabé despertándome.

¿Qué puede significar todo esto, doctor? ¿Estoy más enfermo de lo que parezco? La verdad es que no entiendo nada, doctor.

miércoles, 22 de junio de 2011

Me entristece la "ley del embudo", doctor

Siento una profunda tristeza, doctor, al comprobar el modo en que algunos se dan baños de pureza y legalidad sobre su pecho con una mano, mientras que con la otra se llenan de mierda la espalda. Es algo parecido a la injusticia manifiesta que supone la “ley del embudo”.

Con esto no quiero decirle, doctor, que envidie la parte ancha de ese embudo porque no es así, ya que siempre he tenido un claro sentido de la justicia; lo que quiero decirle es que me gustaría que, de una vez por todas, aquéllos a quienes corresponda, cortasen ciertas actitudes de ciertos “superiores” de la Guardia Civil que no dudan en aplicar las normativas con el máximo rigor al personal a sus órdenes, mientras se pasan por el saco escrotal esas mismas normativas cuando se trata de que sean cumplidas por ellos mismos.

Como todos los integrantes de este Cuerpo sabemos muy bien, doctor, a lo largo del tiempo ha habido -y sigue habiendo- montones de situaciones en las que distintos “superiores” de la Guardia Civil se han aprovechado de su situación privilegiada para beneficiarse de forma espuria de sus cargos, y lo que más me desagrada es que sean precisamente éstos los que, por lo general, tienden a ser más rígidos para con los demás.

Bravo por todos aquellos jefes, doctor, que empiezan la rigidez por ellos mismos y la continúan con sus subordinados, pero no puedo evitar sentir el más absoluto desprecio por los que gustan aplicar la “ley del embudo” eligiendo siempre para ellos la parte más ancha.

¿Es eso justo, doctor? ¿Es normal que me afecten esas inmoralidades?

jueves, 16 de junio de 2011

¿Son fechorías o picardías, doctor?

No sé si son fechorías o picardías, doctor, pero lo cierto es que a veces lo parecen. Me refiero a alguna de esas normativas que se elaboran en las más altas instancias de la Guardia Civil -o quizá en los ministerios- para aprovecharse groseramente de todos los guardias civiles. Quiero hablarle, doctor, de algo que me parece extraordinariamente injusto y que no hace mucho tiempo me ha sucedido.

Resulta que en la Guardia Civil hay una figura llamada “comisión de servicio”, una de cuyas modalidades se aplica cuando hay que trasladarse fuera de la residencia para realizar algún tipo de trabajo que, en lo que se refiere a mi especialidad, no suele durar más allá de tres o cuatro días. Pues bien, doctor, la normativa aplicada en estos casos indica que en esas comisiones nunca se podrán anotar más de siete horas de servicio al día, sin importar en absoluto que en realidad se hayan hecho ocho, diez o catorce. En otras palabras, doctor, en el cuadrante donde se apuntan las horas de trabajo que hacemos cada uno, y con el completo conocimiento de quien ordena el servicio, lo normal es que aparezcan menos horas de las que realmente se han hecho, lo cual, doctor, a mi entender es una estafa que, eso sí, pretenden disfrazar de legalidad.

La última comisión de servicio que hice, doctor, duró tres días y me exigía trasladarme a unos mil kilómetros de mi comandancia, y esto, como es lógico, implica tener que conducir durante unas doce horas para llegar al destino, incluyendo los descansos pertinentes, más otras doce horas para volver, aparte del habitualmente intenso día de en medio en el que, como mínimo, también suelen trabajarse otras doce o catorce. Todo esto, doctor, puede sumar alrededor de treinta y ocho horas, pero sin embargo sólo nos anotan veintiuna que es prácticamente la mitad.

A veces pienso, doctor, que nuestros más altos jefes, para envidia de la comunidad científica, han conseguido por fin aplicar la teoría de la relatividad de Einstein a las horas servicio, logrando estirar y encoger la caprichosa cuarta dimensión como si fuesen auténticos sabios, de modo que con sus curiosas fórmulas, doctor, han llegado a transmutar el tiempo de tal forma que donde el reloj cuenta catorce horas, para ellos sólo pasan siete.

No sé, doctor, si todo esto se debe a la fechoría gravitatoria de algún agujero negro o a las picardías de Chronos, pero lo cierto es que mientras por un lado nos exigen cumplir el mínimo de horas milimétricamente, por el otro nos las hurtan con todo el descaro del mundo.

¿A usted no le parece, doctor, que eso no está bien?